SÓLO TRES DÍAS
A los pies de mi tumba fría, sola, perpleja, miraba mi nombre. Sólo escuchaba un susurro que repetía una y otra vez "sólo tres días". Una luz rompía la cortina de aire que separaba mi mundo del mundo divino. Allí sonriente, estaba mi padre con su mirada dulce y su sonrisa perpetua. Me tendía sus delicadas y frágiles manos, a la vez que repetía mi nombre. Yo lo miraba alegremente, una sensación de paz me inundaba, pero una fuerza invisible agarraba mis piernas, impidiéndome todo movimiento. Mi mente quedaba atrapada en mis recuerdos... Sobre todo, la mirada ingenua y maravillosa de mi pequeño, mi hijo. Una ráfaga de preguntas bombardeaban mi cerebro: ¿Cómo irme y dejarlo aquí?, ¿qué va a ser de él?, ¿quién lo cuidará?, ¿quién velará sus sueños?, ¿quién lo abrazará?... Clavé mis rodillas en el suelo y entre sollozos grité despavorida su nombre y nuevamente escuché "sólo tres días". Si el impasible tiempo hubiese sido más condescendiente conmigo, si me hubiese dejado un pequeño rincón en mi confundida mente para reflexionar y comprender, pero no, golpeó mi frágil anatomía dejando intacta mi memoria y ahora... ¿qué debo hacer? Nuevamente mis sentidos percibían una voz que decía, "sólo tres días". Mis pensamientos se volvían oscuros, tristes, apagados. La nostalgia de una vida pasada recorrió mis venas vacías y una sensación de ahogo y angustia se apoderó de mi ser, nublando todo entendimiento. En esos instantes, una lágrima se deslizó por mi traslúcida mejilla, y ahora... ¿quién dice que los muertos no lloran? Como un túnel del tiempo los recuerdos fueron pasando uno a uno, aflorando alegrías, tristezas, ira, compasión, amor... como una noria que gira y gira sin cesar, realizando su última parada frente a la cama de mi hijo. Allí dormía inquieto, aún se podía oír sus latidos atónitos y su respiración entrecortada. Me acerqué sigilosa y apreté sus pequeñas y rosadas manos contra las mías. Un suave beso procedente de mis fríos labios rozó amorosamente su frente. La quietud, el sosiego y la calma volvieron a su mente y un suspiro profundo le dio la paz a su espíritu atormentado por mi inesperada marcha. Nuevamente, un susurro golpeó mis inexistentes tímpanos, vibrando con cada palabra, "sólo tres días". Una intensa luz iluminó la entrañable y adorada habitación y otra vez, apareció el rostro de mi padre repitiendo mi nombre. De repente, la gravedad que atrae con fuerza cualquier masa situada en la tierra, desapareció y como gas volátil ascendí, dirigiéndome hacia la blanca y radiante luz. Una sensación de calma y serenidad recorrió cada átomo de mi etéreo cuerpo, donde dejé de luchar contra los pensamientos y emociones que perturbaban mi ser. Acepté con resignación que ya recorrí todos y cada uno de mis caminos y un halo de ilusión atravesó mi alma. ¡No más dolor, no más angustias, ni lágrimas saladas! Agarré fuertemente las frágiles manos de mi padre, comprendiendo que ya, mi mundo no era éste. Atravesé la cortina de aire que me llevaba al mundo divino, sintiéndome dichosa, reconfortada y mi último pensamiento se lo entregué a mi hijo: "Siempre estaré a tu lado aunque nuestros mundos estén separados".
Por Virginia Ripalda Ardila.
Por Virginia Ripalda Ardila.
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