La Hamadríade
Hace muchos, muchos años existía un leñador que se ganaba la
vida con este oficio. Se ocupaba de escoger, cortar, recoger y vender la leña
que obtenía de los árboles en el bosque. Una de tantas mañanas, se dirigió
a la frondosa arboleda para realizar su tarea diaria. Cuando se disponía a
talar con su gran hacha un hermoso cerezo, una voz le dijo:
- ¡Detente insensato! ¿No ves que me haces daño?
El joven leñador miró por todas partes, pero no veía a nadie; entonces, volvió a coger su hacha y con fuerza levantó sus brazos para golpear
al pobre e indefenso árbol.
- ¡Estás sordo! ¡Acabo de decirte que me haces daño!
Volvió a gritar aquella voz con un tono agudo y alterado. De
repente, asomó la cabeza a través de su robusto tronco, una joven muy
hermosa. Era la ninfa del árbol. Su belleza era espectacular, poseía unos
rasgos muy delicados. Tenía una densa melena, con matices verdes y rojizos; sus
ojos eran de un color indescriptible, parecían violetas; su piel bronceada y su
figura esbelta y ondulada. En la mitología griega se la conoce como una
hamadríade o adríade. Estos seres son parecidos a las dríades o ninfas de los
árboles, pero a diferencia de estas últimas, viven incorporadas al árbol y con
él nacen y mueren. El hacha que corta su tronco la hiere y la hace sufrir.
Hablan varias lenguas y son muy inteligentes. Son capaces de comunicarse con
cualquier ser vivo, incluso las plantas. No son nada agresivas, sino todo lo
contrario, alegres, vivarachas y si alguien las ataca, se defienden a través de
algunos hechizos y conjuros. Cada hamadríade pertenece a un árbol del bosque, y
se halla unida a él de por vida, no pudiéndose alejar más de 300 metros de éste
o mueren.
Nuestra hamadríade se llamaba Kraneia, ninfa del cerezo. Hija de
Óxilo y Hamadría. Tenía siete hermanas, a cual más bella. Estaba Karya,
ninfa del castaño, Balabos, ninfa de la encina, Morea, ninfa de la morera,
Aigeiros, ninfa del chopo, Ptelea, ninfa del olmo, Ampelos, ninfa de la vid y
Syke, ninfa de la higuera.
El leñador quedó inmediatamente prendado de los encantos de Kraneia; enamorándose de la joven apasionadamente. Desde aquel día, abandonó su oficio, visitando a la ninfa todos los días de aquel fantástico verano. El joven leñador le contaba grandes historias sobre las aldeas que rodeaban el bosque, mientras Kraneia le cantaba canciones y le presentaba a todas sus hermanas. Las risas y la diversión fueron constantes, durante toda la estación. El otoño le sucedió, tiñendo de un rojo intenso sus cabellos, hasta que una mañana de invierno, el joven llegó al bosque buscando a Kraneia, encontrando a una muchacha con el pelo y la piel blanca como la leche.
El leñador quedó inmediatamente prendado de los encantos de Kraneia; enamorándose de la joven apasionadamente. Desde aquel día, abandonó su oficio, visitando a la ninfa todos los días de aquel fantástico verano. El joven leñador le contaba grandes historias sobre las aldeas que rodeaban el bosque, mientras Kraneia le cantaba canciones y le presentaba a todas sus hermanas. Las risas y la diversión fueron constantes, durante toda la estación. El otoño le sucedió, tiñendo de un rojo intenso sus cabellos, hasta que una mañana de invierno, el joven llegó al bosque buscando a Kraneia, encontrando a una muchacha con el pelo y la piel blanca como la leche.
- Perdona, ¿has
visto a Kraneia?
- Yo soy Kraneia
-dijo la joven riendo - Las hamadríades cambiamos nuestra fisionomía según la
estación. En invierno nuestro pelo y piel son blancos, en otoño rojizo, y en
primavera y verano nuestra piel se broncea y nuestro pelo toma matices verdes.
El leñador cogió
suavemente las manos de la joven y mirándola fijamente a los ojos de dijo:
- Es cierto, veo
tu alma a través de tus hermosos ojos violetas. Por un momento me había
asustado. Pensé que te había perdido.
Los dos jóvenes se
fundieron en un cálido abrazo y un largo beso dio fe de su amor.
Transcurrieron
los años, y el leñador fue fiel a su cita todos los días, envejeciendo junto a
la bella ninfa.
El frío invierno
llegó nuevamente, pero este año el descenso de las temperaturas fue muy brusco,
llegando a alcanzar los diez grados bajo cero. Un manto blanco cubrió el
paisaje, dejando una estampa espectacular, pero a la vez estremecedora. La
vitalidad del leñador, ya no era la de aquellos años de juventud e
irremediablemente cayó enfermo. Los escalofríos, dolores articulares y la
fiebre elevada hasta, incluso llegar al delirio, le obligó a pasar dos semanas
en cama. Kraneia preocupada, pensó ir en su busca, pero el árbol al que
pertenecía era como una cadena que la frenaba bruscamente. Sólo pudo
inspeccionar la zona que se encontraba en un recorrido de 300 metros y... el
leñador vivía mucho más lejos. La melancolía y la tristeza se fueron adueñando
de su espíritu y la alegría de tantos años desapareció. Ella sabía, en lo más profundo
de su corazón, que a su fiel y amado amigo le había sucedido algo grave, para
no acudir a su cita diaria. Transcurrieron las horas, los días y las semanas y
Kraneia seguía esperando... Una mañana del mes de febrero los rayos de sol
comenzaron a calentar, derritiendo el frío hielo que cubría los caminos. El
leñador se sentía con fuerzas para volver a recorrer los senderos que le
llevaban al frondoso bosque, deseando ver nuevamente a su amada. Preparó
como siempre su zurrón y emprendió el viaje. Para su asombro, cuando llegó todo
había cambiado. El denso y espeso bosque se había transformado en una vasta y
desolada superficie. Sólo quedaba un viejo tronco quebradizo, que gracias a la
espesa hiedra que lo cubría, pasó inadvertido.
- ¿Qué ha sucedido?- gritó enfurecido el leñador- Kraneia,
Kraneia...
- No la busques, ya no está- contestó el viejo tronco con gran
tristeza.
- ¿Dónde ha ido?
- Llegaron muchos hombres con grandes hachas y cortaron todos
los árboles de la zona. Las hamadríades gritaron y suplicaron por su vida y la
de su amado árbol, pero ellos, no hicieron caso. Imagino que el frío
intenso les obligó a talar sin mesura, tan hermosa naturaleza.
- ¡No puede ser!, ¿qué voy a hacer sin mi amada ninfa? Ella era
la luz de mis días, la alegría de mi vida- exclamó el leñador mientras una
lágrima brotaba de sus tristes ojos.
- Antes de que golpearan su tronco, Kraneia floreció, a pesar
del frío. Ya sabes que las hamadríades son capaces de controlar el árbol al que
pertenecen, pudiendo provocar que sus ramas florezcan, aunque no sea la
temporada; entonces, me envió un mensaje para ti.
- ¿Qué te dijo?- preguntó impaciente el leñador.
- "Coge uno de mis frutos y siémbralo con mucho amor junto
a tu casa. Nacerá una nueva hamadríade: Considérala tu hija."
Así fue, el leñador no sólo cogió el fruto del cerezo, sino
también el fruto del castaño, de la encina, de la morera, del chopo, del olmo,
de la vid y la higuera, sembrándolos junto a su cabaña. Tras el paso de largos
meses comenzaron a germinar pequeñas ramas, hasta que un día unas suaves voces
y risas lo despertaron. Se asomó a la ventana y para su asombro vio a
pequeñas ninfas que jugaban alrededor de los árboles. La alegría recorrió
por sus venas como un río recorre su cauce lleno de oxígeno. Abrió la
puerta y se acercó a las jubilosas hamadríades.
- ¡Buenos días padre! - exclamaron mientras se acercaban a él
abrazándolo.
- ¡Buenos días, hijas mías! - contestó el leñador emocionado.
Todos los días de su vida, el leñador cuidó a las pequeñas
ninfas, que se transformaron en hermosas hamadríades, al igual que sus madres.
Trató por igual a cada una de las muchachas, pero su corazón siempre estuvo
unido, hasta el final de sus días, a la ninfa del cerezo.
Debemos tener presente, que cada vez que se tala o se quema un
árbol muere una hamadríade. Por ello, el respeto y el amor a la naturaleza,
siempre debe estar presente en nuestros corazones y en nuestra mente.
Fin.
Por Virginia Ripalda Ardila.
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